viernes, 20 de mayo de 2016

Actualidad de la filosofía: «Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia» de Quentin Meillassoux
























 

Actualidad de la filosofía: «Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia» de Quentin Meillassoux




Autor: Marco Antonio Loza Sanjinés


«Cuando el pensar, llamado por una cosa, va tras ella, puede ocurrirle que en el camino se transforme.» 
M. Heidegger

Si toda metafísica es por definición especulativa, nuestro problema equivale a establecer que a la inversa no toda especulación es metafísica, que no todo absoluto es dogmático, que es posible encarar un pensamiento absolutorio que no sea absolutista.”  
Quentin Meillassoux



Nota bio-bibliográfica

Quentin Meillassoux (1967), filósofo francés, se doctoró con una tesis que debe ser leída en sus divinos detalles: L´inexisance divine. Essai sur le dieu virtual. Junto con Alain Badiou fue parte de la creación del Centro Internacional de Estudios de la Filosofía Francesa Contemporánea (CIEPFC). En 2006 escribe el libro Aprés la finitude. Essai sur la nécesité de la contingence, recientemente traducido al español (2015); en 2011, escribe otro libro comentando (con el peso que dio Heidegger a este término) el famoso poema de Mallarmé: “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”: Le nombre et la siréne.

Introducción 

 
En este tiempo en el que la contingencia quiere ser forcluida de la ciencia, mediante una pretendida “objetividad”, o con la pretensión tecnologicista autoritaria, en este orbe donde las esferas de Nicolás de Cusa se ponen en movimiento cerrándose más sobre el sujeto, para sujetarlo allá donde más ha confiado, un filósofo contemporáneo, siguiendo el llamado a pensar el pensar, se centra en la paradoja de la ciencia: forcluir al sujeto y a la vez pensar desde él, esta esquizia de la ciencia es desmenuzada implacablemente por Quentin Meillassoux, en su libro escrito —como él mismo dice de un libro de su colega Vernes— “con una concisión digna de los filósofos del siglo XVII”.

El «paso de baile» correlacionista


La teoría de la cualidades primarias y secundarias parece pertenecer a un pasado filosófico irremediablemente perimido: es tiempo de rehabilitarla.” Así, con ese atajo temporal, con un aprés-coup, comienza el texto de Quentin Meillassoux: Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia. (1)

Las cualidades primarias y secundarias se refieren a la manera en que conocemos los objetos, el mundo, se encuentran en el filósofo John Locke, pero el principio de su distinción está en Descartes, para este último, las cualidades primarias de un objeto al que nos acercamos para conocerlo son: largo, ancho, profundidad, movimiento, figura y tamaño; todas susceptibles de comprobación geométrica puesto que pertenecen a la res extensa, pueden entonces ser matematizadas y, el matema, tal como lo dice Alain Badiou, pertenece a ese procedimiento de verdad que es la ciencia. O, como sostiene Galileo, el universo ha sido escrito en la naturaleza con caracteres matemáticos.
En cambio, las cualidades llamadas secundarias, pertenecen a la res cogitans, a lo sensible, sea afectivo o perceptivo y existen como relación con las cosas, según Locke (2) estas son: color, temperatura, olor, sabor y sonido. El color rojo no está en la cosa roja, “sin percepción de rojo, no hay cosa roja; sin sensación de calor, no hay calor” (Pág. 24). Así, lo sensible no está en las cosas, tampoco sólo “en mí”, sino en la relación de mí con las cosas, a esta relación subjetiva los clásicos las llamaban cualidades secundarias. Lo sensible es una relación y no una propiedad del objeto.
Pero existe un problema que hace que la distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias tropiece, y es que la subjetivación de las cualidades sensibles no se extiende a todas las propiedades del objeto sino sólo a aquellas “determinaciones sensibles”, pues se supone que hay otras que pertenecen al objeto incluso cuando no tenemos relación con ellas, son propiedades de la cosa tanto sin mí como conmigo, son propiedades en-sí.

La tesis se aclara entonces, de acuerdo a Meillassoux, como sigue: 

“[…] por una parte admitimos que lo sensible no existe sino como relación de un sujeto con el mundo; pero por otra parte consideramos que las propiedades matematizables del objeto están exentas de la constricción de dicha relación, y que están efectivamente en el objeto tal como las concibo, tenga yo relación con dicho objeto o no.” (Pág. 26)

Pero esta tesis es insostenible, pues sabemos, desde Kant, que no hay manera para el pensamiento de “salir de él mismo” para comparar el mundo “en sí” y el mundo “para nosotros”, es decir, no podemos discriminar el conocimiento del mundo que se debe a nuestra relación con él y aquel que sólo pertenece al mundo, en otras palabras, no hay un “salir afuera” del pensamiento para pensar el mundo, en cuanto pensamos que hay algo que pertenece únicamente al mundo ya es pensamiento.

Por «correlación» entendemos la idea según la cual no tenemos acceso más que a la correlación entre pensamiento y ser, y nunca a algunos de estos términos tomados aisladamente.” (Pág. 29)

Este es el “paso de baile” del correlacionismo, que es, también, el paso de baile del filósofo moderno que cree en la primacía de la correlación. Las dos nociones principales en las que se sostiene este pensamiento moderno son la conciencia y el lenguaje, denominados: “objetos-mundo” (Francis Wolff, citado por Meillassoux), porque constituyen el mundo, para ellas “todo está afuera” y “todo está adentro”, Wolff toma la imagen de una jaula transparente, Jacques Lacan tomó para sí, este mismo problema, y utilizó para figurarla la Banda de Moebius. “Estamos encerrados en el «en-afuera» del lenguaje y la conciencia”, el filósofo moderno ha perdido así el “Gran Afuera”.

Como ejemplo de uno de estos modernos, Meillassoux se refiere a Heidegger, cuando sostiene la mutua pertenencia de hombre y ser, dice el maestro de Friburgo: “[…] de la misma manera que el hombre es dado en propiedad al ser, el ser, por su parte, ha sido atribuido en propiedad al hombre. (…). De lo que se trata es de experimentar sencillamente este juego de apropiación en el que el hombre y el ser se transpropian recíprocamente, esto es, adentrarnos en aquello que nombramos Ereignis.” (3)

Por otra parte, la ciencia experimental —blanco de todo el ensayo de Meillassoux— nos ha acostumbrado a enunciados que se refieren a acontecimientos anteriores a toda vida humana, anteriores al advenimiento de la conciencia y el lenguaje. Por tanto —se pregunta Meillassoux—: ¿Cómo se puede entender el sentido de un enunciado científico que postule un dato del mundo anterior a “toda forma humana de relación con el mundo”?

El vocabulario mínimo para entender el problema del correlacionismo: Ancestral y Archifósil


Lo ancestral, para los fines que persigue Meillassoux, se refiere a “toda realidad anterior a la aparición de la especie humana, e incluso anterior a toda forma registrada de vida sobre la Tierra.”
El archifósil es la materia que indica la existencia de un acontecimiento ancestral.

Así planteado este lenguaje mínimo, Meillassoux, procede a replantear su pregunta sobre el correlacionismo:

“¿Qué interpretación el correlacionismo es susceptible de dar de los enunciados ancestrales?” (Pág. 37)

Ahora bien, hay dos modalidades del correlacionismo, una en la que podemos entender que no aprehendemos más que correlaciones; otra, que es la hipóstasis de la correlación con lo eterno, en este último caso estamos frente a una metafísica y no frente a un correlacionismo estrictamente hablando, por tanto, queda excluida del análisis, ya que no podemos postular un “testigo ancestral”.
Dada la aclaración, Meillassoux, prosigue su razonamiento, analizando los enunciados científicos como unidades significantes, que sabemos que son “ideales”, pues aunque sus referentes existan, los enunciados que los describen son creaciones contemporáneas. Sabemos, desde Karl Popper (4), que la ciencia es falsable y que sus postulados son siempre provisionales, por tanto, un hombre se ciencia depende de una comunidad de otros hombres de ciencia para considerar que un conocimiento es objetivo (con todas las precisiones que realiza Thomas Kuhn en su: “La teoría de las revoluciones científicas”) (5).

Así, para el hombre de ciencia, queda claro, en relación con las “cualidades secundarias”, que sólo existen en correlación con el mundo, pero que las “cualidades primarias”, matematizables están siempre ahí, sin necesidad de nosotros mismos.

El camino del filósofo


El filósofo, teniendo un cuidado extraordinario frente al trabajo del científico y sus enunciados, propondrá entonces un codicilio, una adición, algo mínimo, un “divino detalle” (Nabokov dixit), dirá:
“El ser no es anterior a la donación, él se dona como anterior a la donación”,
O, apelando a un orden argumentativo: 

“En el enunciado que está en juego, a saber: el ser se dona (ocurrencia 1) como anterior a la donación (ocurrencia 2)”, que muestra que lógicamente hay una anterioridad de la donación respecto de lo que se dona.

Pero, de acuerdo al respeto por el trabajo del hombre de ciencia, el filósofo deberá aclarar (y quizá “aclarar”, “salir al claro”, recuperar el “Gran Afuera”, deberá ser, desde Heidegger, el camino del pensar) que la objetividad, al estar sujeta a la intersubjetividad de la comunidad de científicos, también involucra al enunciado ancestral, que “la intersubjetividad del enunciado ancestral (…) garantiza la objetividad, y entonces la «verdad»” (Pág. 44)

El codicilio que el filósofo agregaría a la ancestralidad, pone en claro que: “un mundo no tiene sentido más que como dado-a-un-ser-viviente o pensante” (Pág. 45)
Así, un enunciado científico que se refiere a la ancestralidad, no debe fijar su verdad en relación a su referente, sino a un presente correlacional. Desde un presente correlacional se traza una retroyección a un pasado, lo dado no es anterior a la donación, “sino sólo algo dado presente que se da por tal”, es un bucle hacia atrás, un aprés-coup. Así como en lingüística, el sentido siempre se encuentra retroactivamente. Sin embargo, y aquí Meillassoux lleva su análisis de la ancestralidad hasta sus límites, ¿qué pasa con lo “factual”, con el “hecho” que describe el enunciado científico”?, ¿ocurrió o no? En la lógica del enunciado mismo, la descripción es “objetiva”, es producto de la intersubjetividad universalizable, pero —he aquí el divino detalle— el “hecho” no pudo haber ocurrido fuera de la relación con una conciencia, así que tenemos un enunciado verdadero pero sin referente, “un enunciado «objetivo» sin objeto pensable”, es decir, tenemos un sin-sentido.”

El problema filosófico de la ancestralidad


De esta manera, Meillassoux, transforma la ancestralidad en un problema filosófico, un problema que no pretende resolver, sino plantearlo rigurosamente. Este planteamiento riguroso del “problema de la ancestralidad”, comienza con la pregunta:

“¿En qué condiciones un enunciado ancestral conserva su sentido?” (Pág. 49) y, puesto que este tipo de enunciados tienen una forma matemática y son producidas en el seno de las ciencias experimentales, Meillassoux, afina más su pregunta:

“¿Qué es lo que permite a un discurso matemático describir un mundo que el humano ha abandonado, un mundo petrificado de cosas y de acontecimientos no-correlacionados con una manifestación, un mundo no-correlacionado con una relación con el mundo?”. (Pág. 49)

Así planteada, la ancestralidad, se abre a la posibilidad de pensar “lo absoluto”, de dos maneras: como un mundo que existiera sin estar dado y un ser absoluto, desligado del pensamiento, capaz de existir más allá de nosotros, de esta manera es la propia ciencia experimental la que nos obliga a “descubrir la fuente de su propia absolutidad”, hay que romper, entonces, con la trascendentalidad kantiana y abrazar la exigencia de un conocimiento absoluto, sólo así, el sentido podrá regresar al enunciado científico.

Existe algo, entonces, que el filósofo aporta al no-filósofo (hombre de ciencia), un paralipomena (palabra que utilizamos ya que nos trae el eco de Schopenhauer): el asombro. El filósofo puede convertir el realismo en asombroso: impensable pero verdadero, “«salir de uno mismo», apoderarse del en-sí, conocer lo que es, independientemente de que nosotros seamos o no.” (Pág. 51)

Un absoluto no metafísico


Hasta aquí, corriendo tras la tortuga, Meillassoux, se encuentra con un problema fundamental para el desarrollo de su razonamiento: “cómo el pensamiento puede acceder a un absoluto”, (un absoluto que no sea metafísico). Parte, por supuesto, del padre del pensamiento analítico, de Descartes y vuelve a razonar la demostración cartesiana de esa sustancia extensa a la que no se aplica lo correlacional, pero al que sí alcanza el discurso matemático: Dios.

La demostración de Descartes consiste en lo siguiente: primero establece un “absoluto primero”, un Dios perfecto; después, deriva de él el alcance absoluto de las matemáticas, un “absoluto derivado”, “alcance absoluto significa: lo que es matemáticamente pensable en los cuerpos (…) puede existir absolutamente fuera de mí.” (Pág. 56)

“Absolutamente” quiere decir en una primera acepción, “aisladamente”, es el significante clave en la tesis de Meillassoux, tiene que demostrar que Descartes se equivoca, pues hacer de lo matematizable un absoluto es una metafísica. Meillassoux, en nombre del correlacionismo, describe las dos refutaciones a Descartes, una, desde el punto de vista de un “correlacionismo débil”, el modelo de Kant y un “correlacionismo fuerte” hoy dominante en la filosofía. Desde el modelo débil es suficiente el argumento del “circulo correlacional” frente a la prueba ontológica, es decir, la prueba ontológica dice: Dios es perfecto por tanto no puede no existir, es una necesidad, el circulo correlacional, agregaría, “para nosotros”, “(…) por el sólo hecho de que una necesidad absoluta es siempre una necesidad para nosotros, una necesidad no es nunca absoluta sino solamente para nosotros” (Pág. 57). Ahora bien, Kant, en su “Crítica de la razón pura” (6) utiliza una refutación más sistemática y precisa del argumento cartesiano, Descartes sostiene que la “idea de un Dios inexistente” es contradictoria, tan contradictoria como pensar un triángulo que no tuviera tres ángulos, en la definición misma de Dios se encontraría su existencia. Queda claro —para Kant— que el centro de toda refutación al argumento cartesiano, se encuentra en demostrar que no hay ninguna contradicción en sostener que Dios no existe.

Para Kant no hay más contradicción que la que existe entre una cosa ya existente y uno de sus predicados, por ejemplo: si un triángulo existe no puedo atribuirle más o menos de tres ángulos, pero si suprimimos ese triángulo, “si suprimo al sujeto al mismo tiempo que al predicado, no surge ninguna contradicción” (Kant, citado por Meillassoux, pág. 59). El ser no forma parte del concepto de sujeto, “no existe, podríamos decir, «predicado prodigioso» capaz de conferir a priori la existencia a quien la recibe” (Pág. 59). Por supuesto, esta refutación tiene un alcance más largo, demuestra que ningún ente determinado posee una necesidad absoluta. Así queda abolido el argumento de “principio de razón” de toda metafísica dogmática, esa que permite sostener que al menos un ente es absolutamente necesario, lo que quiere decir, al final, que todo ente es necesario.

Ahora bien, si queremos encontrar un sentido a los enunciados ancestrales sin caer en este dogmatismo, tenemos que asegurarnos de encontrar “una necesidad absoluta que no reconduzca a ningún ente absolutamente necesario” (Pág. 62). De este modo Meillassoux va perfilando un absoluto no metafísico, un absoluto sin ente absoluto, denomina a eso: especulativo. Puesto que no toda especulación es metafísica, entonces no todo absoluto es dogmático, así, el argumento postmoderno de que el final de la metafísica también trae el fin de los absolutos debe ser refutado. 

Meillassoux, pasa ahora a considerar la forma del correlacionismo más riguroso, el correlacionismo contemporáneo, este parte del modelo fuerte y sostiene que no sólo es ilegítimo pretender conocer el “en-sí”, sino que también es ilegítimo pretender pensarlo. El correlacionismo “fuerte” prohíbe pensar lo que hay cuando no hay pensamiento, basado en dos decisiones: una, es la inseparabilidad entre el contenido de pensamiento y el acto de pensamiento, es el “primado de lo inseparado” o “primado del correlato”; la segunda decisión, es combatir la absolutización de la correlación y en esta vena entrarían todas las llamadas filosofías de crítica del sujeto o de la metafísica, desde Schelling, pasando por Hegel, hasta Nietzsche o Deleuze.

El correlacionismo tendría dos enemigos, uno, el exterior: el realismo, otro, interior: el metafísico subjetivista, para combatir este último, el correlacionismo opone la facticidad del correlato, es decir, “la única cosa que nos está dada es el hecho de que no podemos pensar nada contradictorio.” (Pág. 69) Y aquí viene la primera llamada a la contingencia de Meillassoux. Mientras que la contingencia indica el hecho de que un acontecimiento puede producirse o no, es decir, que las leyes físicas permiten que algo emerja, subsista o perezca, la facticidad “concierne a las invariantes del mundo que se suponen estructurales” (pág. 70), estas son: “principio de causalidad, formas de la percepción, leyes lógicas, etc.” Su facticidad está en el hecho de que no pueden ser sino objeto de un discurso descriptivo y no fundacional.

“Porque si la contingencia es el saber del poder ser-otro de la cosa mundana, la facticidad es sólo la ignorancia acerca del deber-ser-así de la estructura correlacional.” (Pág. 70)

La facticidad es la “experiencia de los límites de la objetividad frente al hecho de que hay un mundo”, es la posibilidad del Todo-Otro del mundo, pero no es —la facticidad— un saber positivo sobre Todo-Otro, sino sólo “la marca de nuestra finitud esencial, así como de la finitud del mundo mismo”, es su “irrazón”. El modelo fuerte del correlacionismo permitiría, entonces, la posibilidad de un pensar no racional sobre el absoluto, dejándolo en manos del fideísmo, que, para Meillassoux sería el otro nombre del “correlacionismo fuerte”, éste al abolir los absolutos, otorga —paradójicamente— una licencia a los absolutos con la única condición de que no reivindiquen para sí una racionalidad. Es decir, —en palabras de Meillassoux—: “al destruir todas las formas de demostración de un Ente supremo, se suprime —por ejemplo— el sostén racional del que una religión monoteísta podría valerse contra toda religión politeísta. […] Pero en un mismo movimiento, y ahí está el punto decisivo, se justifica la aspiración de la creencia en general a ser la única vía de acceso a lo absoluto.” (Pág. 80) [Para un panorama global de creencia y fe, cf. Creencia y fe]

El fideísmo, como la fe que ya no necesita ser demostrada, se coloca en el final contemporáneo de la metafísica, como victorioso, se pretende poner fin a pensar los absolutos pero no a la desaparición de los absolutos, así, queda la puerta abierta al retorno de lo religioso, puesto que el fideísmo ha presionado para evitar el derecho a la crítica de lo irracional cuando trata sobre el absoluto.

Una factualidad


Hasta aquí, en el lenguaje de Meillassoux, hemos conseguido conocer que todo postulado ancestral, para ser pensado, exige pensar un absoluto y, que, sin embargo, este absoluto no deberá ser metafísico. Pero, pensar un absoluto —siguiendo el círculo correlacional— es pensar un absoluto “para nosotros”, lo que es no pensar nada absoluto. Lo próximo, entonces, es pensar ese absoluto  no dogmático, no metafísico, esto es encontrar en lo factual un acceso a un absoluto, “no es el correlato sino la facticidad del correlato lo que es el absoluto” (pág. 90), con lo que quedaría abierto el camino al Afuera.

Ahora bien, la facticidad misma no puede ser un absoluto, en cambio, podemos pensar la facticidad como un saber del absoluto, en lugar de que la ausencia de razón sea un límite del pensamiento al pensar una “razón última”, Meillassoux, piensa que la facticidad es la propiedad última de todo ente. Toda cosa, todo mundo, tiene, como propiedad la facticidad, la de “ser sin razón” y de “poder sin razón devenir efectivamente otro” (pág. 91), la irrazón es una propiedad ontológica absoluta y el límite de la razón, nada en verdad tiene razón de ser y seguir siendo así más que de otra manera, ni las leyes del mundo, ni las cosas del mundo”, todo es perecedero (incluso las leyes lógicas) no porque haya una ley que destinaría a todo a perecer, sino por la ausencia de una ley capaz de hacer que las cosas y el mundo perduren; esta es la esencia de lo que Meillassoux llama: “factualidad”, la factualidad es la no-facticidad de la facticidad, con el que rompe el círculo correlacional fundado en la distinción entre el en-sí y el para-nosotros.

Ahora bien, la factualidad así definida parece confundirse con la contingencia, para salvar este obstáculo Meillassoux, tiene que enfrentarse al núcleo lógico del correlacionismo, la distinción del en-sí y el para-nosotros. Meillassoux, asume aquí la posición que es central en su batalla lógica contra el correlacionismo, la del “filósofo especulativo”, quien sostiene que lo absoluto “es el poder-ser-otro él mismo, […] El absoluto es el pasaje posible, y desprovisto de razón, de mi estado hacia cualquier otro estado” (pág. 96). Pero, y aquí está el modo del argumento del “filósofo especulativo”, “ese poder ser-otro no podría ser pensado como correlato de nuestro pensamiento, puesto que precisamente contiene la posibilidad de nuestro propio no-ser”. (Pág. 96)

La falla del círculo correlacional: la contingencia


La falla en el círculo correlacional se encuentra en su afán de desabsolutización, así, si desabsolutiza el correlato frente al idealismo, absolutiza la facticidad; si desabsolutiza la facticidad frente al realista, entonces, absolutiza la correlación. Lo único que queda por hacer y, este es el camino para llegar más allá del correlacionismo fuerte, es verificar que la absolutización de la facticidad no nos conduzca a una tesis dogmática-metafísica.

Evitando el obstáculo metafísico que sostiene que un ente determinado debe ser absolutamente, por ejemplo: Dios, Espíritu, Humanidad, etc., Meillassoux, se propone un absoluto que no fuera un “ente absoluto”, esto es absolutizar la facticidad, con ello no sostiene que un ente determinado sea absolutamente necesario, sino que es absolutamente necesario que todo ente pueda no existir. Esta es la característica del pensamiento especulativo: pensamos un absoluto, no pensamos nada que sea absoluto y Meillassoux puede sostener que “el absoluto es la imposibilidad absoluta de un ente necesario”, esto se soporta desde un principio de irrazón

Nada tiene razón de ser y de seguir siendo tal como es, todo debe sin razón poder ser y/o poder ser otro que el que es.” (Pág. 101)

El “principio de irrazón”, se equipara al “principio de no contradicción”, ambas pueden ser demostrables de modo refutativo, es decir, discutirlo es presuponerlo y, discutir su absolutidad es presuponerla. La irrazón puede ser sintetizada en el “poder-ser-otro-sin-razón”, de la misma manera en la que la idea de un tiempo puede tanto abolir una cosa, como hacer emerger otra cosa, un tiempo no puede pensarse aboliéndose sino dentro del tiempo, un tiempo capaz de destruir sin ley toda ley física.

“Sólo el tiempo capaz de destruir toda realidad determinada, sin obedecer a ninguna ley determinada —sólo el tiempo capaz sin razón ni ley de destruir tanto los mundos como las cosas— puede ser pensado como absoluto. Sólo la irrazón es pensable como eterna, porque sólo la irrazón es pensable como anhipotética y absoluta. Se puede decir entonces que es posible demostrar la absoluta necesidad de la no-necesidad de toda cosa” (págs. 103-104). La absoluta necesidad de la no-necesidad de toda cosa, la podemos llamar: contingencia.

La facticidad se identifica con la contingencia en el sentido en que debe ser pensada como un “saber positivo” del poder-ser-otro/poder-no-ser de toda cosa, Meillassoux distingue la contingencia absoluta de la contingencia como precariedad, la contingencia absoluta designa un “puro posible”, un posible que tal vez no se cumpla jamás, la contingencia absoluta designa todo lo que pueda producirse aunque nada se produzca y aunque lo que es siga siendo lo que es. 

Ahora, es posible una “crítica especulativa” del correlacionismo, si este, fundado en el principio de razón, legitima el discurso religioso, con la posibilidad de un designio oculto para todas las cosas de este mundo, la “crítica especulativa”, busca extraer el pensamiento de la jaula del “principio de razón”, para darle su forma principal: “no hay razón, última ni pensable, ni impensable” (pág. 105). El absoluto encontrado por Meillassoux en la contingencia es —en sus palabras— un “hiper-caos” al que nada le es imposible, tampoco lo impensable, de esa manera acerca este absoluto al límite de mayor absolutización, aquel en el que la matemática puede describir el en-sí. La absolutización de las matemáticas, debería así, tomar el modelo cartesiano: tener un absoluto primero, del que se derivaría un absoluto segundo, uno matemático, transfiriendo estos absolutos a otros términos, tendríamos: El absoluto primero, el Caos, el absoluto segundo (derivado del Caos), lo matematizable del en-sí. El absoluto primero (el Caos) se convierte en algo así como un Tiempo (con mayúscula para distinguirlo del tiempo corriente), no el tiempo de la física, tampoco el de Heráclito, sino el Tiempo como “eterno devenir posible, y sin ley, de toda ley. Es un Tiempo capaz de destruir hasta el propio devenir, incluso haciendo advenir, y quizás para siempre, lo Fijo, lo Estático y lo Muerto” (pág. 107). (7)

Llegado a este punto, Meillassoux se pregunta: “¿cómo fundar una ciencia sobre este desastre?”, ¿cómo pasar de un absoluto primero, caótico, a un absoluto derivado, matemático? En la proposición del correlacionismo fuerte: “todo es posible, incluso lo impensable” anidaba una ignorancia, en cambio, al partir de un absoluto caótico sabemos dos cosas: la contingencia es necesaria, por tanto, eterna, y la contingencia es necesaria, es lo único necesario. Aquí surge un imposible, algo que el Caos no podrá producir: un ente necesario, el Caos todo lo puede producir salvo algo necesario. “Porque es la contingencia del ente lo que es necesario, no el ente.” (Pág. 108). Esta proposición tiene un alcance más largo que da por finalizado el tiempo de la metafísica, y es que ahora ningún enunciado metafísico puede ser verdadero.

“[…] sólo es necesaria la no-necesidad, y nada puede existir que no pueda sino existir” (Pág. 109)

Aplicando esta proposición al Caos mismo, encontramos su autolimitación, su autonormalización, “la única necesidad del Caos es seguir siendo el Caos”, lo que es no es nunca necesario, pero, y aquí Meillassoux pone el acento: “estamos convencidos de que ser así contingente, ser así no-necesario impone en verdad al ente no ser cualquier cosa.” (Pág. 109). Esto quiere decir que para que el principio de irrazón, no sea sin razón, es necesario un discurso que establezca las constricciones de un ente para poder-no-ser y para poder-ser-otro.

Tomando los enunciados de Kant sobre la cosa en-sí, Meillassoux construye dos enunciados ontológicos de la irrazón:

1. Un ente necesario es imposible.
2. La contingencia del ente es necesaria.

Con los que se propone inferir la verdad de los enunciados kantianos acerca  del en-sí. Kant (en: Crítica de la razón pura. o. c. nota 6) formula:

1. La cosa en sí es no-contradictoria.
2. Hay una cosa en sí.

La primera tesis de Meillassoux sostiene:
“Un ente contradictorio es absolutamente imposible, porque un ente, si fuera contradictorio, sería necesario.” (Pág. 111)

La segunda tesis  viene referida a la existencia del en-sí, es decir, de lo que “hay”, cuyo correlato mayor es la pregunta leibniziana: ¿Por qué hay algo y no nada?, como se trata de dar una respuesta alejada de todo principio metafísico que apelaría a una razón última, Meillassoux se acerca a la matemática y presenta una solución elegante a la pregunta de Leibniz, su respuesta debería liberarnos de semejante asunto y no sólo resolverlo —nos dice—, “someterla a una respuesta que debe ser decepcionante, de modo tal que su enseñanza más preciosa sea esta misma decepción,” (Pág. 118)

La respuesta de Meillassoux, sin embargo, tiene la elegancia de una proposición matemática:
“[…] es necesario que haya algo y no nada, porque es necesariamente contingente que haya alguna cosa y no alguna otra cosa. La necesidad de la contingencia del ente impone la existencia necesaria del ente contingente.” (Pág. 123)

El problema de la ancestralidad


Llegado a este punto, Meillassoux afina aún más la formulación inicial del problema de la ancestralidad, lo que queda entonces, es pasar del en-sí kantiano al en-sí cartesiano, que conllevará la absolutización del principio de no-contradicción y del enunciado matemático. Ahora bien, hasta aquí Meillassoux ha desarrollado abundantemente el principio de no-contradicción, pero no ha dicho mucho de la matemática, cierra esta brecha acudiendo a Hume.

Por lo dicho anteriormente, para Meillassoux se opone una objeción: parece absurdo sostener que no sólo las cosas sino también las leyes físicas son contingentes, puesto que éstas podrían, sin razón, cambiar en cualquier momento. Esta dificultad corresponde al problema planteado por David Hume, el de la causalidad, Meillassoux, procede entonces, como ya nos ha acostumbrado, a enfrentarse a otro problema clásico de la filosofía, este se formula así: 

“¿es posible demostrar que de las mismas causas se seguirán en el futuro, ceteris paribus, los mismos efectos; es decir cosas que, por otro lado, son iguales?” (Pág. 137)

A esta pregunta se han presentado diferentes respuestas que Meillassoux divide en tres: la respuesta metafísica, la respuesta escéptica (la del propio Hume) y la respuesta trascendental de Kant. Las tres respuestas tienen un postulado común, todas consideran la verdad de la necesidad causal. La respuesta de Meillassoux, la del realismo especulativo, comienza por rechazar ese postulado común, tomando en serio la enseñanza de Hume, que “cien acontecimientos” (miles, millones) pueden resultar de una misma causa, esta es una enseñanza evidente de la razón ya que la razón si no conoce otro principio que el de no-contradicción, dejará en claro que no existe ninguna preferencia para un resultado u otro de los cien acontecimientos. Se pregunta Meillassoux:
“¿Cómo la razón, que nos instruye de modo irrefutable acerca de la falsedad evidente de la necesidad causal, podría en efecto trabajar contra ella misma, demostrando por el contrario la verdad de tal necesidad?" (Pág. 147). La respuesta es, que son los sentidos no el pensamiento los que imponen la creencia en la causalidad, hay una propensión irreflexiva en creer en lo que se repite y que haya una razón insondable que regula el curso de las cosas en el mundo. Para Meillassoux la verdadera pregunta es: “¿cómo explicar la estabilidad manifiesta de las leyes físicas si estas se suponen contingentes?”; pero, aún con mayor precisión el problema de Hume puede reformularse, “nos es necesario demostrar en qué consiste el vicio lógico de la deducción trascendental”.

Kant es el creador de la respuesta trascendental que sostiene que la conciencia sin ciencia de los fenómenos no existe, la idea misma de la conciencia supone una representación unificada en el tiempo, de aquí se desprende que si el mundo no estaría necesariamente gobernada por leyes se fragmentaria en experiencias sin cohesión. Ahora bien, Meillassoux acepta que la representación unificada del mundo es una condición de la idea de conciencia, pero pasar de la estabilidad a la necesidad es una falsa inferencia, la denomina “inferencia necesitarista”, que consiste en: “que la estabilidad de las leyes presupone ella misma, como condición imperativa, la necesidad de las leyes”. Esta falsa inferencia sigue este silogismo: 

Si las leyes pudieran modificarse sin razón, se modificarían frecuentemente sin razón, pero las leyes no se modifican frecuentemente sin razón, entonces, las leyes no se modifican sin razón, las leyes son necesarias.

Aquí, para encontrar el error en la “inferencia necesitarista”. Meillassoux se apoya en el filósofo Jean-René Vernes (8), quien analizando la inferencia kantiana sostiene: que dicha inferencia contiene en sí misma un razonamiento probabilístico en el sentido matemático del término. El enigma —dice Meillassoux— se encuentra en que “cien acontecimientos diferentes” pueden darse de una misma serie de causas, pero en la experiencia, uno solo de esos posibles se da cada vez. Hay una proporción entre lo pensable y lo posible, “lo que es igualmente pensable es igualmente posible” como en un juego de azar, la “inferencia necesitarista” extiende este estado probabilístico al estado del mundo y de las cosas, es decir, hace de nuestro mundo un caso entre una inmensidad de posibles mundos, eso sí, no-contradictorios, pero regidos por leyes físicas diferentes. “Ese Universo-Dado cae siempre en mí Universo-Cara, y las leyes de choque siempre son respetadas” (pág. 197). Las ciencias, como la física, podrán producir conocimientos nuevos sobre el Universo que ocupo, pero no saldrá de él, no significará un cambio del Universo mismo.

Así, Meillassoux demuestra que la inferencia kantiana es un razonamiento probabilístico aplicado no a un acontecimiento, sino a nuestro Universo considerado como uno posible de todos los Universos posibles, lo que por otra parte supone no salir de la necesidad de las leyes, pues el azar también está pensado bajo las leyes físicas inalterables, el azar mismo es un tipo de ley física denominado indeterminista.

Llegado aquí, Meillassoux debe demostrar que este razonamiento utiliza las categorías de azar y de probabilidad fuera del campo pertinente en cada caso, tiene que construir un concepto de contingencia alejado de el de azar, donde la contingencia de las leyes no puedan confundirse con el azar y las leyes que le son necesarias para que se efectúe. La respuesta está en el concepto matemático de transfinito.

Para que la “inferencia frecuencial” tenga sentido se necesita de una totalidad de casos posibles en el que se pueda determinar la relación entre el número de casos favorables y el número de casos posibles, se necesita pensar una totalidad, pero desde que George Cantor (9) se preguntara sobre ¿cuán grande es el infinito?, y su demostración que destotalizaba el número, sabemos que ninguna totalización puede ser concebible a priori. Meillassoux, toma aquí, de una de las tesis del filósofo Alain Badiou (10), la del carácter ontológico del teorema de Cantor: “la pensabilidad matemática de la destotalización del ser-en-tanto-que-ser”, la idea de refrescar la filosofía acudiendo a la unión originaria con la matemática, y así abre un camino matemático para distinguir la contingencia del azar: “el Todo (cuantificable) de lo pensable es impensable” (pág. 168), de tal manera que es imposible determinar  la posibilidad de una totalidad de mundos posibles, no es posible totalizar los casos posibles como las caras de un dado, el razonamiento aleatorio se reduce sólo a los objetos de la experiencia no a las leyes mismas del Universo. Lo posible es intotalizable. Por tanto, concluye Meillassoux, las leyes físicas no tienen un carácter necesario.

El azar como lo aleatorio se basa en la clausura de lo posible en una totalidad, en cambio la contingencia remite a lo que sucede, a lo que nos sucede, a algo por fin diferente, se basa en la destotalización de lo posible. Aquí se abre (separar, permitir, mover) para Meillassoux un límite, la respuesta al problema de Hume todavía no es especulativa, para lo que haría falta “establecer que los posibles de los cuales el Caos —que es el único en-sí— es efectivamente capaz, no se dejan medir por ningún número, finito o infinito, y que esta sobre-inmensidad de lo virtual caótico es lo que permite la impecable estabilidad del mundo visible.” (Pág. 178)

“Después de la finitud” o más allá de Kant


Meillassoux, que siempre está camino de algo, vuelve una y otra vez a la pregunta que se formulara a lo largo del libro, a ese más allá del mundo finito de los filósofos modernos: ¿cómo es posible que la ciencia experimental, su discurso, en lo que respecta a los enunciados ancestrales, enuncie un desfasaje temporal entre el pensamiento y el ser? Puesto que la naturaleza de la ciencia experimental funda una dia-cronicidad, ¿cómo lo hace, cómo hace posible que podamos pensar acontecimientos que tuvieron lugar antes de la aparición de la especie humana y pensar los acontecimientos posteriores a su desaparición?

Para Meillassoux, todo comienza con Galileo, quien matematizó la naturaleza, pues el efecto de su trabajo más relevante no fue la descripción geométrica de los fenómenos, sino que por primera vez se describe el movimiento, ya no sólo los cuerpos inmóviles, es decir, sin tiempo, sino al movimiento mismo, Galileo distingue la aceleración, basada en la posición y la velocidad y, con eso, pasa a designar un mundo que, desde ese momento, posee autonomía y es posible su descripción independientemente de sus cualidades secundarias. (La correlación queda fuera, con ella el sujeto que “conoce” y se establece el en-sí). El trabajo de Galileo es el de un mago (en el sentido que le daba W. Benjamin: “el que llama”), que llama un mundo al que no le importa el Hombre. “La revolución galileo-copernicana no tiene otro sentido más que el develamiento paradójico de la capacidad del pensamiento para pensar lo que puede existir allí, haya o no haya pensamiento.” (Pág. 185).
Meillassoux, llama “paradoja de la manifestación” a eso que la ciencia devela y que la filosofía ignoraba y que, afinando la pregunta sobre la ancestralidad, se puede escribir así: “¿cómo es posible el conocimiento experimental de un mundo anterior a toda experimentación?” (Pág. 196). ¿Qué sucedió para que la filosofía no se percatara de ese “divino detalle”? Para Meillassoux, pasó Kant. La “catástrofe kantiana”, produjo el correlacionismo presente, con todas sus paradojas metafísicas, esta catástrofe se descubre en tres tiempos. Aquí, sin duda Meillassoux le debe mucho a Alexander Koyré (11). 

A. El primer tiempo es la matematización de la naturaleza realizada por Galileo y su ratificación cartesiana (Cf. La ley de caída de los cuerpos. Descartes y Galileo. En: A. Koyré. O. Cit. Pág. 73), en efecto Descartes ratifica que la naturaleza es sin pensamiento, por tanto sin vida —añade Meillassoux—, así la naturaleza puede ser pensada vía las matemáticas, pero se hace necesario un dios perfecto garante de la verdad.

B. En el segundo tiempo, la matematización de la naturaleza produce también la destrucción de todo pensamiento del ser-así, su ratificación esta vez va de la mano de Hume, es la invalidación del principio de razón, el ser-así del mundo no puede descubrirse sin dar un rodeo por la experiencia, y no es absolutamente necesario.

C. Finalmente, en un tercer tiempo, se da la forma acabada de la “catástrofe kantiana”, frente al derrumbe de la metafísica, el conocimiento correlacional se presenta como la única manera de conocimiento filosófico verdadero.

Resumiendo: como la ciencia nos ha convencido que la metafísica es ilusoria y que todo absoluto es metafísico, la ciencia debe renunciar a toda forma de absoluto, en este proceso Meillassoux encuentra otra paradoja más, también se deja de creer en el alcance absoluto de las matemáticas, cuando esto era precisamente un aspecto importante de la revolución galileo-copernicana. Entonces, y aquí Meillassoux enuncia un “programa”, la tarea de la filosofía consiste en reabsolutizar el alcance de las matemáticas, siendo fieles a la revolución galileana-copernicana, pero sin reconducirla hacia la metafísica, “haciendo de manera directa del criterio esencial de todo enunciado matemático una condición necesaria de la contingencia de todo ente.” (Pág. 201).

Notas

 

(1) Quentin Meillassoux: Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia. Trad. Margarita Martínez. (Buenos Aires: Caja Negra Editora; 2015)
(2) Jonathan Bennett. Locke, Berkeley, Hume: Temas centrales. Trad. José Antonio Robles. (México: Universidad Nacional Autónoma de México; 1988). Pág. 121
(3) Heidegger. Identidad y diferencia. Trad. H. Cortés y A. Leyte. (Barcelona: Anthropos; 1988). Pág. 85
(4) Karl Popper. La lógica de la investigación científica. Trad. Víctor Sánchez de Zabala. (Madrid: Editorial Tecnos; 1980)
(5) Thomas S. Kuhn. La estructura de las revoluciones científicas. Trad. Agustín Contin. (México: Fondo de Cultura Económica; 2004)
(6) Immanuel Kant. Crítica de la razón pura. Trad. Mario Caimi. (Buenos Aires: Losada; 2007). La cita de Kant dice así:

“Si en un juicio idéntico suprimo el predicado y conservo el sujeto, surge una contradicción, y por eso digo aquel le corresponde a este necesariamente. Pero si suprimo el sujeto junto con el predicado entonces no surge contradicción alguna, pues no hay ya nada con lo que pueda haber contradicción. Poner un triángulo y suprimir, empero, los tres ángulos de él es contradictorio, pero suprimir el triángulo junto con sus tres ángulos no es ninguna contradicción. Exactamente lo mismo ocurre con el concepto de un ente absolutamente necesario. Si suprimís la existencia de él, suprimís la cosa misma con todos sus predicados ¿de dónde habrá de venir entonces la contradicción? En lo externo no hay nada con lo que pudiera haber contradicción, pues la cosa no tiene que ser necesaria exteriormente, en lo interno tampoco hay nada pues con la supresión de la cosa misma habéis suprimido a la vez todo lo interno […]. Pág. 644

(7) ¿No podemos aquí encontrar ese Real sin ley que enunciaba Lacan en el Sinthome?
(8) Jean-René Vernes. Critique de la raison aléatoire, ou Descartes contre Kant. (París: Aubier; 1982). Citado por Meillassoux, pág. 153
(9) Georg Cantor. Fundamentos de los números transfinitos. Trad. Ferran Esteve. En: Dios creó los números. (Barcelona: Crítica; 2010)
(10) Alain Badiou. El ser y el acontecimiento. Trad. Raúl J. Cerdeiras, Alejandro A. Cerletti y Nilda Prados. (Buenos Aires: Bordes Manantial; 2007)
(11) Alexander Koyré. Estudios galileanos. Trad. Mariano Gonzáles Ambóu. (España: Siglo XXI; 1980)