domingo, 12 de mayo de 2013

Demoníaco Afán. Mónica Velásquez. Lecturas de Poesía Latinoamericana


















Demoníaco Afán. Mónica Velásquez. Lecturas de Poesía Latinoamericana


Autor: Marco Antonio Loza Sanjinés


La primera vez


Siendo la primera vez llega a ser la segunda. Siempre es la segunda vez, siempre parece la primera. Hay sólo la repetición. Todo se hace, siempre, por segunda vez. Kant llamaba a eso lo sublime: el instante fugitivo del distanciamiento con lo sensible (para que haya repetición es necesario que haya separación). Siempre la segunda vez ya que:

“No hay más lenguaje que el amoroso, y todo el que ha pretendido librarse de semejante servidumbre e intentado un lenguaje racional, ha fracasado. “ (1)

En el lenguaje se encuentra lo sublime, el amor, que se sustenta en la falta, en la ausencia, en ese distanciamiento que Octavio Paz escribía: “como yo, si me olvido”, y que la poesía ha logrado encontrar con su diabólico afán, diábolus (del griego diábolos, diaballo, separar). La poesía obra sobre las cosas por repetición, ocupando el espacio de la separación.

Los lenguajes que intentan ser racionales fracasan allí donde la poesía encuentra su lugar, en la poesía las palabras se separan de su sentido habitual, se repiten, se hacen otras, no dialogan, traducen, inventan,… saben que No hay más lenguaje que el amoroso.”


Es preciso entonces, acercarse a ella, a la poesía, por aproximaciones sucesivas, indagar en los quehaceres de los poetas concretos, en lo que pasa por su escritura, comparando sus trabajos, encontrando lo que repiten, o mejor aún, lo que los repite.

Ése es el trabajo crítico de Velásquez. En su libro: Demoníaco Afán. Lecturas de poesía Latinoamericana. University of Pittsburgh/Plural Editores, 2010, se indaga lo que en los poetas elegidos se repite (me niego a creer que “dialogan”) y que entonces puede formar un síntoma, digamos, “común”. Es esta una manera original de leer, pues en lugar de buscarles filiaciones o plazas en la poesía latinoamericana, los confronta consigo mismos buscando la huella que deja su paso por el poema y la distancia que los separa de su escritura. De esta manera de leer van apareciendo: Padres y madres en la poesía de Eduardo Mitre, Cristina Rivera Garza y Manuel Ulacia; Cuerpo a cuerpo con el lenguaje en la poesía de Hugo Mujica, Juan Carlos Orihuela y David Huerta; Bajo el signo del doble: Francisco Hernández y Blanca Wiethüchter; La poesía como incomodidad: Humberto Quino y Raúl Gómez Jattin; La lucidez: condición desgarrada en la poesía de Eugenia Brito y Marcia Mogro; Necesitar a Dios o a su espalda: José Watanabe, Eduardo Nogales y Hugo Viel Temperley. Hay dos capítulos dedicados a la crítica poética: uno, que es la base de lectura de Velásquez en este libro, dedicado a Maurice Blanchot y a Roland Barthes y otro, que forma parte de su estudio, dedicado a Octavio Paz, Eduardo Milán y Guillermo Sucre.


Lecturas de Poesía Latinoamericana


Velásquez es una excelente lectora de poesía (seguramente porque ella misma es poeta) y encuentra esos “divinos detalles” que forman los cuadros de viaje de casi una veintena de poetas latinoamericanos, enfatizando la presencia de poetas bolivianos.

Para comentar el libro de Velásquez, escogemos –apelando al gusto personal– el capítulo dedicado a los poetas mexicanos Manuel Ulacia, María Cristina Rivera y al boliviano Eduardo Mitre: “Antes que la muerte se lleve el origen: Padres y madres en la poesía de Eduardo Mitre, Cristina Rivera Garza y Manuel Ulacia”

El capítulo se ordena en torno a la lectura de “poemas extensos” de estos tres poetas, porque en el poema extenso se “alarga la duración de la palabra en un esfuerzo por prolongar lo más posible el instante en que todo tiempo y espacio, toda vivencia y todo hecho puede sujetarse con el ejercicio prolongado de la palabra.” (D. Afán, pág. 50). El poema extenso intenta transgredir tres niveles: el tiempo lineal, el espacio único y la palabra que se escapa en cada lectura. Transgresión que es útil para distanciarse, por ejemplo, de los orígenes, de esas funciones singulares que representan los padres y las madres, y regresar a ellas con la palabra.

Manuel Ulacia (Ciudad de México, 1954-2001)


Manuel Ulacia posee un poema que se titula: Origami para un día de lluvia en el que explora la relación de su poesía con la de Cernuda, que opera eficazmente como función paterna, por eso escribe: “Buscas una imagen donde puedas/reconocerte/y la hallas en los versos de Cernuda/a quien habías olvidado.” Cumple, así mismo, la identificación a los “destinos marcados por ese padre literario llegando, por ejemplo, a “aquel puerto/que alguna vez Cernuda te mostró/entre las páginas de una revista”. Velásquez sostiene que “Aunque la crítica ha reparado en esta evidente relación con el poeta español, vale la pena releerla desde la perspectiva de una invención simbólica de construirse un padre.” Justamente, en el poema, Ulacia re-arma un cuerpo paterno, “se arma el cuerpo amado disperso en los cuerpos que se recuerda y se arma la genealogía en un padre simbólico”: “has vuelto a vivir lo que ya no existe/Has ido y regresado” (…) “esta lluvia bate los cristales/es la misma de siempre”, “quien escucha llover ya es otro”. Dice Velásquez: “La gran confluencia entre padre e hijo literarios ocurre cuando desde el deseo, desde el cuerpo, se crea o se da realidad y existencia al cuerpo deseado y deseante (…)” (D. Afán, págs. 53-54-55)


Cristina Rivera Garza (Tamaulipas, México, 1964)


Velásquez, lee aquí el poemario “La más mía” de la poeta mexicana Cristina Rivera Garza y encuentra que la voz poética de la hija se enfrenta con el cuerpo enfermo de la madre, ése enfrentamiento se da también, por el retorno: regresar a la madre, a la ciudad que juró no regresar. Es un viaje entonces, “una especie de caída en sí misma, en su cuerpo, su deseo, su malestar y sus palabras” (D. Afán, pág. 57). La “lejanía” era otra madre, un lugar de protección, el poder del lenguaje, donde podía decirse: “nada te dolerá, murmuraba. Y nada dolía”. Pero regresa a la madre y el poder del lenguaje se invierte: “Regresé a ti con toda mi urgencia/Tú estabas a punto de morir y yo estaba sola por primera vez. (…) Entonces entendí a Vallejo y entonces repetí:/nunca lo lejos arremetió tan cerca. Lo lejano arremete por la querella del yo poético de la hija ante las exigencias de la madre: “Esta es la hora de volver a hablar. /Yo soy la decepción/la única de tus dos hijas que logró sobrevivir/a la tortura/la condena de crecer en mujer” (…) “la que prometió nunca regresar bajo ninguna/circunstancia y está de regreso” (D. Afán, pág. 57-58). El poema concluye con la imagen de dos mujeres que regresan a la ciudad y la voz poética de la hija asumiendo el deseo de la madre: “Dijo que era como nosotros:/siempre a punto de sucumbir y siempre/sobreviviendo/para nada”. (D. Afán, pág. 59)

Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia, 1943)

Mónica Velásquez, encuentra que el leitmotiv que ha elegido para su lectura, en Mitre se encuentra en dos poemas extensos y complementarios: “Yaba Alberto” y “El peregrino y la ausencia”, en los que se da un reencuentro con el padre muerto. En “Yaba Alberto”, se inventa el encuentro con el padre en un bar, el padre muerto lo reconoce bebe con él y luego la voz poética dice: “hojeas/los diarios que traías/bajo el brazo/hasta dar/con la página huérfana/donde el encuentro/ se borra/ y la soledad me rodea”, página huérfana que se encuentra con el cambio de vocal final de una metonimia. Siguiendo la metonimia Mitre rodea la ausencia del padre con los objetos que lo hacen presente: Lezama Lima, El Corán, La Biblia, “(…) rodea la ausencia del nombre paterno desplazándolo hacia lo que lo convoca, lo resume, lo agranda y lo acerca” (D. Afán, pág. 61)
En el “Peregrino y la ausencia” Mitre escribe el viaje que no pudieron realizar padre e hijo por Granada. En el poema “el recorrido por Granada es guiado por la voz del padre fundiendo así la geografía de la ciudad con la geografía de la memoria” (D. Afán, pág. 61) y así se da o se cumple, en la palabra poética, la posibilidad de convivencia, más allá de la muerte, entre padre e hijo.

El tiempo de los poemas


Velásquez encuentra que el tiempo de los poemas que lee es un “instante alargado permanentemente en la narración”, que permite que la escritura se instale inventando un paréntesis entre la muerte y la vida. “El efecto, para el lector, es el de un tiempo robado al tiempo de la linealidad como diría Paz (Octavio Paz)” (D. Afán, págs. 62-63). Por supuesto existen diferencias en el tratamiento de ese instante pero, siguiendo al Bachelard de “La Intuición del Instante” (2), en los tres poetas se encuentra que invocan el instante, como se invoca a la voz que el eco deja escuchar en el presente.

El viaje


En los poetas mencionados, también se encuentra el viaje como el que realizan estos poetas a través de su historia personal; el viaje hacia sí mismo está relacionado con la enfermedad o con la muerte. “Viajar o enfermarse es tomar distancia del mundo y sus afanes, partir de una identidad cero hacia lo desconocido, como hacia la muerte ajena o propia, para desentrañar un poco algo del misterio del vivir y del amar, procesos que son nombres fundamentales de los cuerpos” (Velásquez, D. Afán, pág. 70)

El símbolo, la palabra


Mónica Velásquez se pregunta al final de la lectura de estos tres poetas: “¿Qué lenguaje ante la muerte del que amamos? ¿Qué palabras o qué silencios más complacientes o problemáticos podrían dar cuenta de la ausencia o presencia que los llama en el recuerdo?”. Se pregunta entonces –decimos nosotros– por lo que une, por lo simbólico, por la palabra que se inserta en una ausencia, esa tessera hospitalis, esa “tablilla de recuerdo” griego (3). Velásquez responde que “(…) es la palabra la que logra instaurar un más allá del tiempo y del espacio, una especie de afuera del mundo y sus parámetros para realizar el espacio simbólico que ponga en claro la vida y la muerte” (D. Afán, pág. 73).

La poesía es ese juego del diábolo en que algo es arrojado afuera para que luego regrese, el símbolo nace de una pérdida, de algo que se ausenta, de la muerte.
En el símbolo, en ese algo con que “se reconoce a un antiguo conocido” (4), se retorna a la casa, lugar de encuentro donde “(…) el Padre-Mundo sea puesto al día respecto a las elecciones y las faltas (como error y como ausencia) que viven los hijos e hija de los poemarios estudiados”, únicamente después de esto es “(…) posible volver a la Madre-Lengua para simbolizar los hechos, para dar nombre y lugar a lo vivido en ausencia o falta de ese otro. En este sentido, los poetas Ulacia, Rivera Garza y Mitre nos devuelven un retorno a las casas paterna y materna para inventar un origen y cubrir una ausencia, un error, una muerte, más que para recordar el pasado” (D. Afán, pág. 77).

La falta


Hace falta, al leer Demoniaco Afán, una antología de los poetas mencionados o tan sólo la biografía y bibliografía de aquellos, falta atribuible, claro está, a las limitaciones de la edición.

Notas


(*) Mónica Velásquez Guzmán es doctora en Literatura Hispanoamericana por el colegio de México. Ha publicado los poemarios Tres Nombres Para un Lugar (1995); Fronteras de Doble Filo (1998); El Viento de los Náufragos (2005); Hija de Medea (2008) Premio Nacional de Poesía. Es editora de la Antología de poesía boliviana del siglo XX: Ordenar la Danza. Actualmente es docente de la Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés (La Paz, Bolivia).

(1)    Gonzalo Torrente Ballester, La saga/fuga de J. B. (Madrid: Punto de Lectura, 2007)
(2)    “No obstante el ser es un lugar de resonancia para los ritmos de los instantes y, como tal, podría decirse que tiene un pasado como se dice que un eco tiene una voz (…)” Citado en D. Afán, pág. 66.
(3)    Hans-Georg Gadamer. La actualidad de lo bello. (Barcelona: Paidós Ibérica, 1991)
“¿Qué quiere decir símbolo? Es, en principio una palabra técnica de la lengua griega y significa «tablilla de recuerdo». El anfitrión le regalaba a su huésped la llamada tessera hospitalis; rompía una tabilla en dos, conservando la mitad para sí y regalándole la otra al huésped para que, si al cabo de treinta o cincuenta años vuelve a la casa un descendiente de ese huésped, puedan reconocerse mutuamente juntando los dos pedazos. Una especie de pasaporte en la época antigua; tal es el sentido técnico originario de símbolo. Algo con lo cual se reconoce a un antiguo conocido.” Págs. 83-84
(4)    Gadamer, Ibid.